La chica del mini short verde
El señor de la papada sudorosa, desde que llego el verano,
cerraba la tienda a las ocho y media para coincidir con la chica del mini-short
verde en el tranvía. Él lo tomaba en la parada anterior y la esperaba junto a
la puerta del último tramo del vehículo. Le miraba el escote cuando entraba y
le remiraba el culo cuando se alejaba por el pasillo. No era la única pasajera
vestida desde el ombligo hacia abajo con una mini-cualquier-prenda rota y
deshilachada, ni la única que llevase camiseta holgada con un hombro al aire
cruzado por el tirante del sujetador; pero sí era la única que a él lo tenía obsesionado.
Estaba convencido de que en aquel cuerpo bailaba un “no-sé-yo-qué” perverso que alguien debía controlar. Él estaba dispuesto, pero no acababa de decidirse.
La ocasión se presentó cierto día sofocante de agosto. Fue
cosa del demonio que la chica no acertara a introducir bien el bono en la
máquina validadora y al agacharse a recogerlo del suelo, descuidada, ofreciera
al atónito acechador el espectáculo de su pecho adolescente en donde un arete plateado
perforaba, de forma brutal, un área particularmente sensible. Al borde del infarto el señor de la papada
sudorosa hubo de agarrarse a una barra vertical para luego gemir agónico,
—“Violasioneh, Violasioneh ¿No va a haber violasioneh con
tanta provocasioneh”?
La respuesta de la chica del mini short verde no se hizo
esperar. Se incorporó tranquila y remedó con burla la voz y gestos del hombre,
— Poeta, poeta ¿Pues
no tiene guasa el pureta de la puñeta?
Quiso ella continuar
su camino. Cuando la fiera rugió a su espalda:
—Mírate, dehgrasiada. Lah chavalah como tú acaban de putah. Te lo digo
yo. — El señor agitaba frenético su
índice como si quisiera disparar al techo—. Carne de burdel, eso eh lo que tú ereh.
—¿Ah, Si?.—. Ella había retrocedido y se enfrentaba a él
desafiante.—Pues cuidadito conmigo y con cualquier otra. ¿Vale? que no hay nada
más fácil para una mujer que buscarle la ruina a un tipo como usted.
La carcajada de los pasajeros fue general y los aplausos
nutridos. La chica del mini-short verde, como un torero tras su mejor faena, se
dirigió hacia la zona del conductor en busca de un asiento libre. Iba con la
cabeza muy alta y la coleta rubia oscilando agresiva, y tan ofuscada que no atendió a algunos
comentarios que se le hicieron ni reparó en un hombre de bigote, que la
observaba fijamente, camuflado tras las
hojas de un periódico.
Cuando los altavoces del tranvía anunciaron “El sobradillo, Parada con andén central” la chica
del mini short verde bajo la primera. La siguió el hombre del bigote, quien se
demoró en el andén hasta que la vio dirigirse a la zona del jardín del primer
bloque de viviendas. Pensó seguirla, pero cambió de idea. “Mejor entro primero
en el bar. Una copa me dará valor ¡Caray es una niña!”. La media limeta de
tinto, que se echó al coleto, no fue suficiente para calmarle el alboroto mental.
Decidió recogerse “Aun peor es llegar a casa borracho”.
El pulso le temblaba cuando metió el llavín en la cerradura.
La escena que le esperaba tras la puerta era la de siempre. Su Eloísa en la
cocina friendo papas para la cena; su Jonatán tirado en el sofá viendo embobado
la repetición de los goles del Barça y su Yeni ¡Ay su Yeni!. Siempre, siempre
en la terracita estudiando para sacar buenas notas y no perder la beca. Chica
lista su Jeny. En lo que él ha estado en el bar ella ha tenido tiempo de ducharse,
poner la mesa y regar las macetas. Sí, la escena familiar es la de todas las
noches, sólo una variante, su niña tan linda ya no es la misma.
Desde la puerta de la sala, sin decidirse a entrar, el
hombre del bigote observa a su hija. La
luz del flexo la envuelve en un halo dorado que la destaca preciosa contra la oscuridad
de la noche, El pelo liso le cae húmedo sobre los hombros redondos llenos de energía.
Bajo el liviano pijama se adivina un cuerpo juvenil rotundamente femenino. La
realidad se impone. Yeni es toda una mujer. Su padre hoy la mira con especial
ternura."Mi linda Yeni, Mi valiente Yeni”. Todas sus inquietudes se disipan.
No le dirá nada. Su hija no necesita sermones, sabe defenderse sola. Por un momento
piensa en el hombre de la papada. sudorosa.“Que se joda”
—Eloísa, están ya las papas?
El cafelito
Me da pena de Lola. Nunca la había visto sin pintar, será
por eso que hoy la encuentro fea, mira sin ver como la espuma del café se
enrosca en la cucharilla que ella agita para disolver el azúcar. Estamos solas en un bar de la Avenida.
-Desde hace un año, no nos hablamos.
-Lo dice con voz contenida. Dudo si será
por despecho o por ansia de libertad. Me
callo, cualquier comentario o pregunta por mi parte, seguramente, abortaría el desahogo que necesita. Pasa un ángel, casi un minuto. -Se ha ido
quedando sordo y me hace repetir cada frase: «Se han acabado las naranjas,
que se han acabado las naranjas ¡las naranjas!». Le grito. «Que no me chilles, coño, ya sé que se han
acabado las naranjas”. Le pedí que
se comprara un audífono y me dijo que me lo comprara yo. -Lola aprovecha que el camarero pasa cerca para
pedirle que añada un poco de leche a su cafecito.
Espera a que el chico la complazca y
después continúa- -Poco a poco le fui escatimando las noticias familiares, dejé
de comentarle la actualidad política, abandoné la expresión de mis ideas, mis
proyectos, mis aficiones. En fin, tú ya sabes, lo que no se usa deja de funcionar,
como las lavadoras o las persianas. Así
que a mi se me ha estropeado la comunicación, he dejado de hablarle.
-¿Lo abandonarías?
.Insinúo.
-¿Qué dices, estás Loca? -me mira
indignada- Tengo 70 años y él 74, para lo que nos queda… un poquito más y ya entre los dos el silencio será total.
Observa
con gesto aburrido la instalación de mesas y toldos en el bar de al lado. Al rato se lleva el pocillo a los labios y lo vuelve a la mesa como si no
fuera suyo. El cafelito se le ha quedado frio.
© Margarita González-Moro
En el salón de la primera planta del Ateneo. Felipe, sentado en uno de los sillones junto a la ventana, lee el periódico. Lo deja sobre la mesa al ver entrar a Rafa. Este llega jadeante y sudoroso; exhausto se deja caer a plomo en el sillón contiguo y cierra los ojos.
Rafa.- ¡Jo! Las putas escaleras.
Felipe.- No le eches la culpa a las escaleras, es el maldito tabaco. El médico te ha dicho que te estás matando ¿Por qué no lo dejas de una vez?
Rafa, con esfuerzo, se acerca un cenicero, enciende un cigarrillo y lo aspira con ansia. Tras expulsar el humo parece sentirse mejor.
Rafa.- ¡Coño! Porque no puedo.
Felipe.- Rafa, ¿Te acuerdas de nuestro primer cigarrillo?
Rafa.- Nunca lo olvidaré.
Felipe.- Fue en el patinillo de atrás del instituto. Teníamos catorce años. La profesora de Latín, doña Rosa-Rosae, nos descubrió y se chivó a mi padre.
Rafa.- Tuviste suerte, tío.
Felipe.- ¿Suerte, dices? Cuando el chalado de mi padre se enteró de que su hijo fumaba… No te imaginas lo que me hizo.
Rafa.- Venga, cuenta.
Felipe.- Pues cuando llegué a casa me estaba esperando en el recibidor con sombrero y gabardina; listo para salir. Solo había colgado mi mochila en el perchero cuando me cogió por el hombro y me empujó hacia la calle. ¡Ale, Vamos! Como ya eres un hombre, hoy te vienes conmigo a la peña.
Rafa.- ¿Cómo dices?
Felipe.- La peña era una reunión que todas las tardes, en un bar apestoso del barrio de San Francisco, tenía mi padre con unos tipos igual de carpetovetónicos que él, el caso es que me sentó con ellos y sin decir una palabra me ofreció un cigarrillo que no me atreví a rechazar. Lo fumé hasta que la colilla me quemó los dedos. Recuerdo que mientras aquellos tipos bebían y discutían yo no hacía más que mirar el reloj de la pared; eran las nueve. A pesar del calor y el humo del local yo sentía frío; me notaba más mojado y desvaído que el cristal empañado de la ventana. No había pasado ni media hora cuando mi padre, puesto en pié, se despidió de sus compinches y me dijo.: Venga, Felipe, -nada de Pipe como solía llamarme-, nos vamos, ahora te voy a llevar a otro sitio. Cuando salimos a la calle, el aire fresco y limpio me entró por la boca hasta el estómago como si fuera un latigazo. Al llegar a la plaza, eché la pota. Entonces, mi padre me limpió como pudo, me cogió de la mano y ¡Ale pa casa! El muy canalla, le dijo a mi madre que me había enfriado, me llevó a mi cuarto y me ayudó a poner el pijama. Cuando me quedé solo me eché a llorar de rabia, de impotencia de vergüenza, de todo. Ahora ya lo sabes, mi primer cigarrillo me lo diste tú, pero el segundo, y último, me lo dio el cabrón de mi padre. ¿Qué te parece?
Rafa.- Pues que eres un gilipollas, Felipe.
Felipe.- ¿Qué dices?
Rafa.- Mírame, Felipe, mírame bien, Estoy jodido y tú lo sabes. Has llamado a tu padre chalado, carpetovetónico, canalla y cabrón. Tuviste suerte de tener un padre como él. Al mío la profe de latín doña chismosa- chismosae también le fue con el cuento y… ¿Sabes lo que hizo? se le rió en las narices. Cosas de chicos, dijo.
© Margarita González
El concurso de microrrelatos
Paco, mi amigo el escritor, enfebrecido por la gripe, soñaba que estaba
escribiendo un cuento. En realidad, lo que escribía era un relato. Un
relato para un concurso de microrrelatos que había convocado la biblioteca más
importante de la ciudad. En su delirio el cuento no tenía
título, pero en la pantalla real de su ordenador centelleaba, en mayúsculas, la
palabra: REENCUENTRO. En el sueño, de la lámpara que iluminaba el escritorio,
colgaba una estrella de papel verde. Arriba, por encima de él, por el
techo verdadero se paseaba un perenquén.
Le dieron el primer premio. Me fastidió porque yo también participaba en el
concurso y tenía unas ganas locas de ganar un libro electrónico.
©Margarita
González
Dignidad y valor
Era rica y rubia pero no tonta. Descubrió
lo que había entre ellos cuando en la fiesta se saludaron como si no se conocieran.
Recordó a su abuela:«Niña mía, reza para
que tu esposo no te engañe, pero si te engaña reza para que no te enteres, pero
si te enteras, reza para que no se
entere, porque si se entera de que estas
enterada dejará de fingir y hará de tu vida un infierno». Se lo dijo a ella
que no reza, ni rezó ni rezará nunca.
Ella
siempre creyó que cada cual ha de ser
hacedor de su propio destino, que como meta vale la que uno se proponga pero siempre,
por encima de todo, ha de haber dignidad
y valor. De modo que en cuanto llegaron
a casa le hizo la maleta, le quitó la
tarjeta de crédito y lo acompaño hasta la puerta de servicio.
©
Margarita Moro
Marta y su perro
Marta
era una niña muy guapa, tenía nueve años y unos ojos negros que no le cabían en
la cara de grandes que eran.
Un día Marta encontró en la calle un perro
muy sucio, el pobrecito no podía andar porque tenía una pata rota. Como Marta
era una niña muy buena cogió al perro en brazos, lo llevó a su casa y con la
ayuda de su hermana Ana, que también era muy buena, lo lavó, le dio de comer y
le vendó la patita.
A los pocos días cuando el perro ya podía caminar Marta
decidió ir con él a dar un paseo por el muelle para ver las gaviotas. Al llegar
a la punta del malecón encontraron a una vieja sentada sobre una piedra que
miraba a los barcos. Distraída acariciaba a un gato canelo que tenía en las
rodillas. Al ver al gato el perro de Marta corrió ladrando hacia él. ¡Guau... Guau! Cuando el gato oyó los ladridos del perro se asustó mucho y del
susto se cayó al agua, en el agua el gato maullaba. ¡Miau, Miau! La vieja al ver
en el agua a su gato maullando se enfadó mucho con Marta y se puso a gritar ¡Au... Au! Cuando Marta oyó los gritos de la vieja se asustó mucho y se
cayó al agua. En el agua Marta lloraba. ¡Ay... Ay! El perro cuando vio a Marta en
el agua llorando se enfadó con la vieja y empezó a ladrar. ¡Guau... Guau! Cuando la vieja oyó los ladridos del perro se asustó mucho y del susto se
cayó al agua. En el agua la vieja chillaba. ¡Au... Au! Cuando el perro vio
que el gato estaba en el agua y maullaba mucho ¡Miau... Miau! Que Marta estaba en
el agua y lloraba mucho, ¡Ay... Ay! Y que la vieja estaba en el agua y
lloraba mucho ¡Au... Au!, se asustó, pero como era un perro muy listo y muy
valiente se tiró al agua, dejó que cada uno se agarrara a su espalda y
con mucho cuidado, nadando, nadando, los llevó a todos hasta la orilla.
Cuando el gato, Marta, la vieja y el perro se vieron fuera del
agua, se les pasó el susto y se pusieron a bailar y a cantar «LA, LARA, LALITO...». ¡Pero
estaban muy mojados! -Tengo
frio.- dijo el gato. -Tengo
frío.- dijo la vieja. -Tengo frío.- dijo Marta. -Tengo frío.- dijo el perro. -¡Vámonos
a casa!- dijeron todos.
Al
despedirse Marta abrazó al gato, la vieja beso a Marta, el gato le dio la
patita al perro y el perro le lamió la cara a la vieja. Desde aquel día la
vieja, la niña, el gato y el perro son muy amigos. Ya ninguno se asusta, ni
grita, ni llora, ni maúlla ni ladra enfadado, y cuando hace buen tiempo van los
cuatro juntos a dar un paseo hasta el final del muelle para ver los barcos y
las gaviotas.
© Margarita González
El
perro sin amo
Todas las noches del año nos
reuníamos el maestro, el cura, el boticario y yo en el bar de Lito. A veces se
nos unían Rafael el de correos, alguno de los hermanos García y el comandante
del puesto; pero cuando teníamos que asistir a algún entierro, éramos sólo
nosotros cuatro los que nos reuníamos a la vuelta del cementerio en
el bar de Lito. Llito nos preparaba, en el reservado, una mesa en la que,
además del tinto de la casa, nos servía una cena caliente que, más que
entonarnos el cuerpo, lo que hacía era confortarnos el ánimo.
Nunca olvidaré aquel dieciocho de octubre. El cielo había volcado sobre el
cortejo fúnebre un agua inmisericorde; el maestro resbaló en el barro, al cura
le tembló la voz en los responsos y yo regresé del camposanto con un perrillo
en los brazos.
A la puerta del bar nos esperaba Lito. Con aire grave nos acompañó hasta
el reservado como si lo hiciera por primera vez. La mesa se veía más
grande. En voz baja comentamos la delicadeza de lito que. por hacer el
hueco menos evidente, dejó sin retirar la cuarta silla. Yo lo agradecí, en ella
deposité, envuelta en mi gabardina, una carga lanuda, apaciblemente dormida que
sirvió de tema de conversación durante la cena. - ¿Qué vamos a hacer con él?
- Yo me lo llevaría a casa, pero mi mujer está tan delicada que….
- No, pobrecito, que disparate, al veterinario no porque…
-Yo podría probar a dejarlo en el patio de la consulta sin embargo…
- Si en la escuela hubiera sitio, tal vez…
- A mí me han hablado de una perrera en la capital, aunque allí ya se sabe…
- Bueno, por esta noche dormirá en la sacristía, y mañana sin falta decidimos. ¡Ea! Vámonos ya. Lito ¿Que te debemos?
Nada. Señores. Hoy está todo pago. Antier estuvo aquí el señor boticario y me dijo que de despedida tenía el gusto de invitarles. ¡Ah! y también me dijo que por su perro no se preocuparan, que él dejaba el problema arreglado.
Se dice que los hombres no lloran, si lloran, yo lo hice cuando al acercarme a la silla que hubiera ocupado su amo, el “problema,” acurrucado. frió e inerte, yacía entre los pliegues húmedos de mi gabardina.
© Margarita González
- Yo me lo llevaría a casa, pero mi mujer está tan delicada que….
- No, pobrecito, que disparate, al veterinario no porque…
-Yo podría probar a dejarlo en el patio de la consulta sin embargo…
- Si en la escuela hubiera sitio, tal vez…
- A mí me han hablado de una perrera en la capital, aunque allí ya se sabe…
- Bueno, por esta noche dormirá en la sacristía, y mañana sin falta decidimos. ¡Ea! Vámonos ya. Lito ¿Que te debemos?
Nada. Señores. Hoy está todo pago. Antier estuvo aquí el señor boticario y me dijo que de despedida tenía el gusto de invitarles. ¡Ah! y también me dijo que por su perro no se preocuparan, que él dejaba el problema arreglado.
Se dice que los hombres no lloran, si lloran, yo lo hice cuando al acercarme a la silla que hubiera ocupado su amo, el “problema,” acurrucado. frió e inerte, yacía entre los pliegues húmedos de mi gabardina.
© Margarita González
Todo por amor
I
Estaba el niño cortando flores, dañando el jardín. Pensaba regalar un
hermoso ramo a la niña de ojos azules. Lo hacía por amor. Todo por amor.
Lo que el niño no sabía es que su adorada se reía de él y le llamaba
Plomito Pesado. El día que se enteró, se encerró en su cuarto y no pudo pensar
en otra cosa que no fuera llevarla al estanque del parque, tirarla al agua y
que se ahogara, como hizo su papá con el hámster cuando se escapó de la jaula y
le royó las zapatillas.
II
Estaba el muchacho en la barra del bar esperando a su novia. Pensaba
ofrecerle la dicha de irse a vivir juntos a una isla paradisíaca. Bebía un fin
tonic. Se sentía feliz. Había ya olvidado el enfado de su padre. Sólo porque
abandonaba la carrera y había aceptado en Cabo Verde un trabajo de capataz en
una plantación de tabaco. Lo hacía por amor. Todo por amor.
Lo que el muchacho no sabía es que la chica lo tenía muy claro. Necesariamente por la iglesia y, por
supuesto, su sueño dorado, un adosado en las afueras... La llamó puta y le
escupió en la cara. Entonces comprendió el bofetón que cruzó la cara de su
madre y la ira de su padre gritando: La
culpa es tuya, nada más que tuya, que lo maleducas. ¡Puta de mierda!
III
Iba el hombre al volante de su coche. No distinguía con claridad las señales
de trafico. Sollozaba. Había dejado a su mujer ingresada en el hospital y
anhelaba el refugio de su casa. Aquella casa maravillosa construida con tanto
esfuerzo para ella, con tantos sacrificios por ella. Mañana le suplicaría… le juraría…
le prometería… le compraría… Esta vez su arrepentimiento era sincero, iba a cambiar,
¡la amaba tanto…! Había perdido los estribos, si, pero fue por amor. Todo por
amor.
Lo que el hombre no sabía es que su mujer por fin había decidido
denunciarlo. Ella entonces se quedaría con la casa y él no podría acercarse a
menos de 800 metros. El parte de lesiones era muy grave: Fractura de pómulo,
desprendimiento de retina y disfunción multiorgánica en el tercio escapular. Pronóstico
reservado.
©Margarita González
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