martes, 23 de febrero de 2016

Margarita González Moro y sus creaciones

Lleva mucho tiempo escribiendo pero sin compartir sus escritos por pudores y miedos a lo desconocido. Después de haber realizado talleres de creación literaria en varias ocasiones, se une a este colectivo con la intención de mejorar y poder ir dejando atrás esos miedos y abrirse libremente al posible lector de su obra.

La chica del mini short verde

El señor de la papada sudorosa, desde que llego el verano, cerraba la tienda a las ocho y media para coincidir con la chica del mini-short verde en el tranvía. Él lo tomaba en la parada anterior y la esperaba junto a la puerta del último tramo del vehículo. Le miraba el escote cuando entraba y le remiraba el culo cuando se alejaba por el pasillo. No era la única pasajera vestida desde el ombligo hacia abajo con una mini-cualquier-prenda rota y deshilachada, ni la única que llevase camiseta holgada con un hombro al aire cruzado por el tirante del sujetador; pero sí era la única que a él lo tenía obsesionado. Estaba convencido de que en aquel cuerpo bailaba un “no-sé-yo-qué”  perverso que alguien debía controlar. Él  estaba dispuesto, pero no acababa de decidirse.
La ocasión se presentó cierto día sofocante de agosto. Fue cosa del demonio que la chica no acertara a introducir bien el bono en la máquina validadora y al agacharse a recogerlo del suelo, descuidada, ofreciera al atónito acechador el espectáculo de su pecho adolescente en donde un arete plateado perforaba, de forma brutal, un área particularmente sensible. Al  borde del infarto el señor de la papada sudorosa hubo de agarrarse a una barra vertical para luego gemir agónico,
—“Violasioneh, Violasioneh ¿No va a haber violasioneh con tanta provocasioneh”?
La respuesta de la chica del mini short verde no se hizo esperar. Se incorporó tranquila y remedó con burla la voz y gestos  del hombre,
— Poeta, poeta  ¿Pues no tiene guasa  el pureta de la puñeta?
Quiso ella continuar su camino. Cuando la fiera rugió a su espalda:
—Mírate, dehgrasiada. Lah  chavalah como tú acaban de putah. Te lo digo yo. — El señor agitaba frenético su índice como si quisiera disparar al techo—. Carne de burdel, eso eh lo que tú ereh.
—¿Ah, Si?.—. Ella había retrocedido y se enfrentaba a él desafiante.—Pues cuidadito conmigo y con cualquier otra. ¿Vale? que no hay nada más fácil para una mujer que buscarle la ruina a un tipo como usted.
La carcajada de los pasajeros fue general y los aplausos nutridos. La chica del mini-short verde, como un torero tras su mejor faena, se dirigió hacia la zona del conductor en busca de un asiento libre. Iba con la cabeza muy alta y la coleta rubia oscilando agresiva, y tan ofuscada que no atendió a algunos comentarios que se le hicieron ni reparó en un hombre de bigote, que la observaba fijamente,  camuflado tras las hojas de un periódico.
Cuando los altavoces del tranvía anunciaron “El  sobradillo, Parada con andén central” la chica del mini short verde bajo la primera. La siguió el hombre del bigote, quien se demoró en el andén hasta que la vio dirigirse a la zona del jardín del primer bloque de viviendas. Pensó seguirla, pero cambió de idea. “Mejor entro primero en el bar. Una copa me dará valor ¡Caray es una niña!”. La media limeta de tinto, que se echó al coleto, no fue suficiente para calmarle el alboroto mental. Decidió recogerse “Aun peor es llegar a casa borracho”.
El pulso le temblaba cuando metió el llavín en la cerradura. La escena que le esperaba tras la puerta era la de siempre. Su Eloísa en la cocina friendo papas para la cena; su Jonatán tirado en el sofá viendo embobado la repetición de los goles del Barça y su Yeni ¡Ay su Yeni!. Siempre, siempre en la terracita estudiando para sacar buenas notas y no perder la beca. Chica lista su Jeny. En lo que él ha estado en el bar ella ha tenido tiempo de ducharse, poner la mesa y regar las macetas. Sí, la escena familiar es la de todas las noches, sólo una variante, su niña tan linda  ya no es la misma.
Desde la puerta de la sala, sin decidirse a entrar, el hombre del bigote observa a su hija.  La luz del flexo la envuelve en un halo dorado que la destaca preciosa contra la oscuridad de la noche, El pelo liso le cae húmedo sobre los hombros redondos llenos de energía. Bajo el liviano pijama se adivina un cuerpo juvenil rotundamente femenino. La realidad se impone. Yeni es toda una mujer. Su padre hoy la mira con especial ternura."Mi linda Yeni, Mi valiente Yeni”. Todas sus inquietudes se disipan. No le dirá nada. Su hija no necesita sermones, sabe defenderse sola. Por un momento piensa en el hombre de la papada. sudorosa.“Que se joda”
—Eloísa, están ya las papas?


©Margarita González 


El cafelito

Me da pena de Lola. Nunca la había visto sin pintar, será por eso que hoy la encuentro fea, mira sin ver como la espuma del café se enrosca en la cucharilla que ella agita para disolver el azúcar.  Estamos solas en un bar de la Avenida.
-Desde hace un año, no nos hablamos. -Lo dice con  voz contenida. Dudo si será por despecho o por ansia de libertad.  Me callo, cualquier comentario o pregunta por mi parte, seguramente,  abortaría el desahogo que necesita.  Pasa un ángel, casi un minuto. -Se ha ido quedando sordo y me hace repetir cada frase: «Se han acabado las naranjas,  que se han acabado las naranjas ¡las naranjas!». Le grito. «Que no me chilles, coño, ya sé que se han acabado las naranjas”.  Le pedí que se comprara un audífono y me dijo que me lo comprara yo. -Lola  aprovecha que el camarero pasa cerca para pedirle que añada un poco de leche a su cafecito. Espera a que el chico la complazca  y después continúa- -Poco a poco le fui escatimando las noticias familiares, dejé de comentarle la actualidad política, abandoné la expresión de mis ideas, mis proyectos, mis aficiones. En fin, tú ya sabes, lo que no se usa deja de funcionar, como las lavadoras o las persianas.  Así que a mi se me ha estropeado la comunicación, he dejado de hablarle.
-¿Lo  abandonarías?  .Insinúo.  
-¿Qué dices, estás Loca? -me mira indignada- Tengo 70 años y él 74, para lo que nos queda… un poquito más y ya  entre los dos el silencio será total.
                Observa con gesto aburrido la instalación de mesas y toldos en el bar de al lado.  Al rato  se lleva el pocillo  a los labios y lo vuelve a la mesa como si no fuera suyo. El cafelito se le ha quedado frio.
 © Margarita González-Moro  

                                          
Mi primer cigarrillo me lo diste tú

En el salón de la primera planta del Ateneo.  Felipe, sentado en uno de los sillones junto a la ventana, lee el periódico. Lo deja sobre la mesa al ver entrar a Rafa. Este llega jadeante y sudoroso; exhausto se deja caer a plomo en el sillón contiguo y cierra los ojos. 
Rafa.-   ¡Jo! Las putas escaleras.
Felipe.- No le eches la culpa a las escaleras, es el maldito tabaco. El médico te ha dicho que te estás matando ¿Por qué no lo dejas de una vez?
Rafa, con esfuerzo, se acerca un cenicero, enciende un cigarrillo y lo aspira con ansia. Tras expulsar el humo parece sentirse mejor.
Rafa.- ¡Coño! Porque no puedo.
Felipe.- Rafa, ¿Te acuerdas de nuestro primer cigarrillo? 
Rafa.- Nunca lo olvidaré.
Felipe.- Fue en el patinillo de atrás del instituto. Teníamos catorce años. La profesora de Latín, doña Rosa-Rosae, nos descubrió y se chivó a mi padre.
Rafa.- Tuviste suerte, tío.
Felipe.- ¿Suerte, dices? Cuando el chalado de mi padre se enteró de que su hijo fumaba… No te imaginas lo que me hizo.
Rafa.- Venga, cuenta.
Felipe.- Pues cuando llegué a casa me estaba esperando en el recibidor con  sombrero y gabardina; listo para salir. Solo había colgado mi mochila en el perchero cuando me cogió por el hombro y me empujó hacia la calle.  ¡Ale, Vamos! Como ya eres un hombre, hoy te vienes conmigo a la peña. 
Rafa.- ¿Cómo dices?
Felipe.- La  peña era una reunión que todas las tardes, en un bar apestoso del barrio de San Francisco, tenía mi padre con unos tipos igual de  carpetovetónicos que él, el caso es que me  sentó con  ellos y sin decir una palabra me ofreció un cigarrillo que no me atreví a rechazar. Lo fumé hasta que la colilla me quemó los dedos. Recuerdo que mientras aquellos tipos bebían y discutían yo no hacía más que mirar el reloj de la pared; eran las nueve. A pesar del calor y el humo del local yo sentía frío; me notaba más mojado y desvaído que el cristal empañado de la ventana. No había pasado ni media hora cuando mi padre, puesto en pié, se despidió de sus compinches y me dijo.: Venga, Felipe, -nada de Pipe como solía llamarme-, nos vamos, ahora te voy a llevar a otro sitio. Cuando salimos a la calle, el aire fresco y limpio me entró por la boca hasta el estómago como si fuera un latigazo. Al llegar a la plaza, eché  la pota. Entonces, mi padre me limpió como pudo, me cogió de la mano y ¡Ale pa casa! El muy canalla, le dijo a mi madre que me había enfriado, me llevó a mi cuarto y me ayudó a poner el pijama. Cuando me quedé solo me eché a llorar de rabia, de impotencia de vergüenza, de todo. Ahora ya lo sabes, mi primer cigarrillo me lo diste tú, pero el segundo, y último, me lo dio el cabrón de mi padre. ¿Qué te parece?
Rafa.- Pues que eres un gilipollas, Felipe.
Felipe.-  ¿Qué dices?
Rafa.-   Mírame, Felipe, mírame bien, Estoy jodido y tú lo sabes. Has llamado a tu  padre chalado, carpetovetónico, canalla y cabrón. Tuviste suerte de tener un padre como él. Al mío la profe de latín doña chismosa- chismosae también le fue con el cuento y… ¿Sabes lo que hizo? se le rió en las narices. Cosas de chicos, dijo.

© Margarita González



El concurso de microrrelatos
    Paco, mi amigo el escritor, enfebrecido por la gripe, soñaba que estaba escribiendo un cuento.  En realidad, lo que escribía era un relato. Un relato para un concurso de microrrelatos que había convocado la biblioteca más importante de la ciudad. En su delirio el cuento no tenía título, pero en la pantalla real de su ordenador centelleaba, en mayúsculas, la palabra: REENCUENTRO. En el sueño, de la lámpara que iluminaba el escritorio, colgaba una estrella de papel verde.  Arriba, por encima de él, por el techo verdadero se paseaba un perenquén.
   Le dieron el primer premio. Me fastidió porque yo también participaba en el concurso y tenía unas ganas locas de ganar un libro electrónico.
©Margarita González



Dignidad y valor

       Era rica y rubia pero no tonta. Descubrió lo que había entre ellos cuando en la fiesta se saludaron como si no se conocieran. Recordó a su abuela:«Niña mía, reza para que tu esposo no te engañe, pero si te engaña reza para que no te enteres, pero si te enteras, reza para que no  se entere,  porque si se entera de que estas enterada dejará de fingir y hará de tu vida un infierno». Se lo dijo a ella que no reza, ni rezó  ni rezará nunca.
       Ella siempre creyó que cada cual ha de ser hacedor de su propio destino, que como meta vale la que uno se proponga pero siempre, por encima de todo, ha de haber dignidad y valor. De modo que en cuanto llegaron a casa le  hizo la maleta, le quitó la tarjeta de crédito y lo acompaño hasta la puerta de servicio.

© Margarita Moro


Marta y su perro
Marta era una niña muy guapa, tenía nueve años y unos ojos negros que no le cabían en la cara de grandes que eran. 
Un día Marta encontró en la calle un perro muy sucio, el pobrecito no podía andar porque tenía una pata rota. Como Marta era una niña muy buena cogió al perro en brazos, lo llevó a su casa y con la ayuda de su hermana Ana, que también era muy buena, lo lavó, le dio de comer y le vendó la patita. 
A los pocos días cuando el perro ya podía caminar Marta decidió ir con él a dar un paseo por el muelle para ver las gaviotas. Al llegar a la punta del malecón encontraron a una vieja sentada sobre una piedra que miraba a los barcos. Distraída acariciaba a un gato canelo que tenía en las rodillas. Al ver al gato el perro de Marta corrió ladrando hacia él. ¡Guau... Guau!  Cuando el gato oyó los ladridos del perro se asustó mucho y del susto se cayó al agua, en el agua el gato maullaba. ¡Miau, Miau! La vieja al ver en el agua a su gato maullando se enfadó mucho con Marta y se puso a gritar ¡Au... Au!   Cuando Marta oyó los gritos de la vieja se asustó mucho y se cayó al agua. En el agua Marta lloraba. ¡Ay... Ay! El perro cuando vio a Marta en el agua llorando se enfadó con la vieja y empezó a ladrar. ¡Guau... Guau!  Cuando la vieja oyó los ladridos del perro se asustó mucho y del susto se cayó al agua. En el agua la vieja chillaba. ¡Au... Au!  Cuando el perro vio que el gato estaba en el agua y maullaba mucho ¡Miau... Miau! Que Marta estaba en el agua y lloraba mucho, ¡Ay... Ay!  Y que la vieja estaba en el agua y lloraba mucho ¡Au... Au!, se asustó, pero  como era un perro muy listo y muy valiente se tiró al agua, dejó que cada uno se agarrara a su espalda y con mucho cuidado, nadando, nadando, los llevó a todos hasta la orilla. 
Cuando el gato, Marta, la vieja y el perro  se vieron  fuera del agua, se les pasó el susto y se pusieron a bailar y a cantar «LA, LARA, LALITO...».  ¡Pero estaban muy mojados! -Tengo frio.- dijo el gato. -Tengo frío.- dijo la vieja. -Tengo frío.- dijo Marta. -Tengo frío.-  dijo el perro. -¡Vámonos a casa!- dijeron todos.
Al despedirse Marta abrazó al gato, la vieja beso a Marta, el gato le dio la patita al perro y el perro le lamió la cara a la vieja. Desde aquel día la vieja, la niña, el gato y el perro son muy amigos. Ya ninguno se asusta, ni grita, ni llora, ni maúlla ni ladra enfadado, y cuando hace buen tiempo van los cuatro juntos a dar un paseo hasta el final del muelle para ver los barcos y las gaviotas.
© Margarita González


El perro sin amo 
   Todas las noches del año nos reuníamos el maestro, el cura, el boticario y yo en el bar de Lito. A veces se nos unían Rafael el de correos, alguno de los hermanos García y el comandante del puesto; pero cuando teníamos que asistir a algún entierro, éramos sólo nosotros cuatro los que nos reuníamos a la vuelta del cementerio en el bar de Lito. Llito nos preparaba, en el reservado, una mesa en la que, además del tinto de la casa, nos servía una cena caliente que, más que entonarnos el cuerpo, lo que hacía era confortarnos el ánimo.
   Nunca olvidaré aquel dieciocho de octubre. El cielo había volcado sobre el cortejo fúnebre un agua inmisericorde; el maestro resbaló en el barro, al cura le tembló la voz en los responsos y yo regresé del camposanto con un perrillo en los brazos.
   A la puerta del bar nos esperaba Lito. Con aire grave nos acompañó hasta el reservado como si lo hiciera por primera vez. La mesa se veía más grande.  En voz baja comentamos la delicadeza de lito que. por hacer el hueco menos evidente, dejó sin retirar la cuarta silla. Yo lo agradecí, en ella deposité, envuelta en mi gabardina, una carga lanuda, apaciblemente dormida que sirvió de tema de conversación durante la cena.   - ¿Qué vamos a hacer con él?
   - Yo me lo llevaría a casa, pero mi mujer está tan delicada que….
   - No, pobrecito, que disparate, al veterinario no porque…
   -Yo podría probar a dejarlo en el patio de la consulta sin embargo…
   - Si en la escuela hubiera sitio, tal vez…
   - A mí me han hablado de una perrera en la capital, aunque allí ya se sabe…  
   - Bueno, por esta noche dormirá en la sacristía, y mañana sin falta decidimos. ¡Ea! Vámonos ya. Lito ¿Que te debemos?
 Nada. Señores. Hoy está todo pago. Antier estuvo aquí el señor boticario y me dijo que de despedida tenía el gusto de invitarles. ¡Ah! y también me dijo que por su perro no se preocuparan, que él dejaba el problema arreglado.
Se dice que los hombres no lloran, si lloran, yo lo hice cuando al acercarme a la silla que hubiera ocupado su amo, el “problema,” acurrucado. frió e inerte, yacía entre los pliegues húmedos de mi gabardina.

© Margarita González 

Todo por amor
I
Estaba el niño cortando flores, dañando el jardín. Pensaba regalar un hermoso ramo a la niña de ojos azules. Lo hacía por amor. Todo por amor.
Lo que el niño no sabía es que su adorada se reía de él y le llamaba Plomito Pesado. El día que se enteró, se encerró en su cuarto y no pudo pensar en otra cosa que no fuera llevarla al estanque del parque, tirarla al agua y que se ahogara, como hizo su papá con el hámster cuando se escapó de la jaula y le royó las zapatillas.

II
Estaba el muchacho en la barra del bar esperando a su novia. Pensaba ofrecerle la dicha de irse a vivir juntos a una isla paradisíaca. Bebía un fin tonic. Se sentía feliz. Había ya olvidado el enfado de su padre. Sólo porque abandonaba la carrera y había aceptado en Cabo Verde un trabajo de capataz en una plantación de tabaco. Lo hacía por amor. Todo por amor.
Lo que el muchacho no sabía es que la chica lo tenía muy claro. Necesariamente por la iglesia y, por supuesto, su sueño dorado, un adosado en las afueras... La llamó puta y le escupió en la cara. Entonces comprendió el bofetón que cruzó la cara de su madre y la ira de su padre gritando: La culpa es tuya, nada más que tuya, que lo maleducas. ¡Puta de mierda!

III
Iba el hombre al volante de su coche. No distinguía con claridad las señales de trafico. Sollozaba. Había dejado a su mujer ingresada en el hospital y anhelaba el refugio de su casa. Aquella casa maravillosa construida con tanto esfuerzo para ella, con tantos sacrificios por ella. Mañana le suplicaría… le juraría… le prometería… le compraría… Esta vez su arrepentimiento era sincero, iba a cambiar, ¡la amaba tanto…! Había perdido los estribos, si, pero fue por amor. Todo por amor.
Lo que el hombre no sabía es que su mujer por fin había decidido denunciarlo. Ella entonces se quedaría con la casa y él no podría acercarse a menos de 800 metros. El parte de lesiones era muy grave: Fractura de pómulo, desprendimiento de retina y disfunción multiorgánica en el tercio escapular. Pronóstico reservado.


©Margarita González

  

Este miembro del Club causa baja de forma temporal por motivos personales. 



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