Relato encadenado de Francisco Murcia
"Un encuentro en el
ocaso"
Mariano ha decidido pasar quince días en el pueblo, los
últimos quince de agosto. ¿Cuántos años hace que no pasa un mes de agosto en el
pueblo? Ya ni se acuerda. Pero recuerda nítidamente un agosto de hace 50 años,
un lugar y una chica. En aquel momento, estaban en el corral y hacía mucho
calor, ambos habían comenzado los estudios de bachillerato y seguramente algo
relacionado con la tarea provocó este inusual encuentro. Eros comenzaba a
llamar a su puerta tímidamente e hizo que los arroyos hormonales amenazaran con
desbordarse y que sus ojos se cerraran ensoñadores. Había, justo al lado, un
hormiguero, y en un intento de ganar prestigio ante ella, se arranca con unos
versos sobre aquellas pequeñas, negras y hacendosas criaturas, una forma de
mostrar el exiguo catálogo de los dones que la naturaleza se ha dignado
depositar en él, y pensó, pobre de él, que si por lo guapo no podía ser, que
fuera por lo listo. ¿Os lo podéis imaginar con una chica de quince a dieciséis
años? ¿Alguien conoce a alguna mozuela que regale sus sonrisas a un intelectual
en ciernes uno o dos años mayor que
ella? ¿Alguien ha oído a una chica de esa edad alabar la inteligencia de su
novio ante sus amigas? Todos sabemos que cuando una chica, a esas edades, alaba
la inteligencia de un chico, este chico no tiene nada qué hacer con ella, salvo
que, además de inteligente, sea muy guapo. Pues bien, Mariano no disfrutaba de
esas virtudes, así que nada tenía que hacer con aquella chica con la que se
encontraba a solas en las horas de la siesta en un corral achicharrado por el
sol.
Se dispone a salir de casa y tres mujeres, de las cuales dos
le resultaron caras conocidas aunque no recordaba el nombre, más su cuñada, se
encuentran de frente. Mariano saluda educadamente a las dos que le resultan más
conocidas y cuando saluda a la tercera, se queda mirándola sorprendido, sabe que la conoce, pero no
recuerda quién puede ser.
-Perdona –le dice- pero es que no termino de reconocerte. Sé
que te conozco, y mucho, pero no acabo de relacionarte con las familias del
pueblo.
-Yo soy Flor, la hija del herrero.
-Trágame tierra –pensó Mariano-. Entonces desfilaron por su
mente todos aquellos momentos vividos como destellos de una esperanza que solo
existió dentro de él, que nunca significaron nada para ella, pero sí para él,
hasta el punto que le compuso unos pocos versos en los que imaginaba despertar
de un sueño muy profundo, versos que entregó a la chica con el encargo de que
los quemara si la respuesta no era positiva.
Nunca llegó a preguntarle si había cumplido el encargo. Sus
vidas se separaron. Nunca volvieron a hablar más allá de cruzar un saludo tan
educado como indiferente en dos o tres ocasiones en esos cincuenta años. Sin
embargo, al escuchar ese nombre, Mariano reaccionó, repitió el beso en la
mejilla, y sin recordarle esos versos de los que no estaba seguro que ella se
acordara, envolvió sus educadas palabras en un manto de emociones que a ella no
le pasó desapercibido. Dos agostos separados por cincuenta años, dos vidas que
un día se cruzaron para seguir caminos divergentes y ya, en el ocaso, se
volvieron a encontrar. ¿Será Mariano capaz de preguntarle por aquellos primeros
versos?
Texto añadido por Emma Coello
Texto añadido por Emma Coello
Pero ella sí que lo había visto, cada vez que regresaba al
pueblo y se encontraban accidentalmente su corazón se aceleraba locamente como
cuando tenía quince años.
¿Es que acaso él no se acordaba -Se preguntaba ella- de sus
largas y calurosas tardes en un corral destartalado pero que a ella siempre le
pareció un palacio por la intimidad, sus confidencias, el sabe roce de sus
manos que, tímidamente, y como al descuido, hacían que se prolongasen esos
momentos que para ella eran los más importantes del día?
Como era posible, le decía su saludo frío y distante. Ella
que durante todos estos años lo que la salvó de una vida insíida y la monotonía
de un matrimonio aburrido y sedentario era soñar cada día con sus cartas, que
las guardaba como su más preciado tesoro…
Texto añadido por Pilar
Durán
…el amor. Dejarse arrastrar por las corrientes caprichosas
del aire. Cabalgar mariposas, ligeros, sin carga que nos impida soñar. Si, es
indispensable ser ligeros, de espíritu libre simplemente jóvenes de corazón.
¡El milagro del amor!
Pero sin lugar a dudas vivir va quitándole brillo a las
ensoñaciones.
Dicen que la vida es la gran maestra, es cierto y hay que
nacer muy espabilados para no sentir frustración por los resultados de nuestras
incursiones de argonautas.
Vivir nos hace libres, también sufridores, cuando no
recelosos y descreídos.
Pero solo en el pirdula de nuestros jubileos somos capaces de recordar sin rencor, pasajes
vividos. Hasta sentir algo de las emociones compartidas: el primer beso o el
quincuagésimo, aunque de ninguna manera seamos tan generosos ni valientes como
para arriesgar nuestra dulcedumbre actual por “amores humanos” perecederos… y
aunque mis limitadas aseveraciones parezcan duras, en la intimidad, en nuestras
bien defendidas cuevas tal vez seamos capaces de reconocer que algo de eso hay,
no nacemos con los suficientes datos sino con las memorias, acertijos,
incertidumbres y prejuicios de los que nos precedieron. Perpetuarlas o no es
tarea nuestra. Resolverlas y vivir nuestra propia historia.
Texto añadido por Luisa Chico
Texto añadido por Luisa Chico
Con todas estas reflexiones en la cabeza Mariano puso rumbo
a la plaza. Hacía un calor infernal aquel año en su tierra y aunque por su
cabeza rondó el deseo de finalizar pronto sus vacaciones para volver a las
islas y a su clima privilegiado, el haber vuelto a encontrarse de nuevo con su
amor de juventud, después de tanto camino recorrido por ambos, también le
servía de estímulo para disfrutar intensamente su estancia en el pueblo.
Aquella noche intentaría buscarla en la verbena y quién sabe si hasta se
atrevería a sacarla a bailar.
Sentado en la calurosa terraza del único bar del pueblo,
degustando una cerveza bien fría, siguió recordando aquellos primeros escarceos
juveniles y las escasas veces que en los años siguientes había vuelto a
coincidir con ella.
Por su cuñada Casilda, la esposa de su hermano Marcial,
había sabido de su boda con Fermín, uno de los maestros destinados al pueblo,
un gallego que, sin esperarlo, se vio en su momento destinado a aquel pueblo
perdido en medio de ningún sitio, y de alguna forma lo envidió a pesar de que
él también se había casado ya y partido hacia una nueva vida en Canarias.
Siempre seguiría preguntándose qué habría pasado con aquellos versos que un
día, enfebrecido por el deseo juvenil, le había entregado.
Durante largo rato permaneció sumergido en una especie de
ensoñación del pasado que instaba fundirse con el presente. Los ojos de ella
hacía un rato, al reconocerle, habían brillado intensamente y eso… no podía
olvidarlo con facilidad. Deseó que las horas transcurriesen prestas para que la
noche verbenera llegase por fin.
El anochecer le encontró recién duchado, bien vestido y con
el corazón latiendo fuertemente en su pecho mientras paseaba indolentemente por
las cercanías de la plaza donde sus vecinos comenzaban a congregarse. La música
hacía rato que sonaba debatiéndose entre pasodobles y merengues poniendo alas a
los pies de los rezagados por la cena familiar que solía celebrarse, en cada
casa, en una noche de fiesta como aquella.
Se apoyó en el tronco de una acacia cercana al lugar donde
ya algunos comenzaban a bailar, y encendió un cigarrillo que le calmase un poco
antes de integrarse entre sus vecinos.
Desde allí la vio llegar a la plaza con sus primas. Desde
donde él se encontraba intentando relajarse un poco tragó saliva a duras penas
al observar como muchos pares de ojos masculinos se volvían hacia ella en
cuanto hizo acto de presencia. Había enviudado hacía dos años y los hombres que
permanecían libres por alguna circunstancia comenzaban a fijarse en ella.
Sorprendido notó un ramalazo de celos correr por su interior y arrojó lejos la
colilla encendida. Estuvo a punto de darse la vuelta y regresar a su casa pero…
aquella mujer le atraía como un imán. Así que en lugar de hacer eso encaminó
sus pasos yendo a su encuentro con toda la intención de saludarla e invitarla a
bailar.
No es que él se considerase un bailarín experto pero sabía
que se le daba bien y creía recordar que a ella le encantaba bailar. Deseó que
ese gusto por el baile no hubiera sido mermado por el paso del tiempo…
Texto añadido por
Teresa Terán
Mariano estaba abigarrado, pero fue tanta la emoción que
sintió el volver a ver a Flor, la hija del
herrero, que le impulsaba a estar en el baile, se preparó para la ocasión su mente estaba fijada de esos
recuerdos vividos que logro extender sus
pensamientos intentando alcanzarla
e intentando ser alcanzado.
Su mirada estaba perpleja y no sabía cómo sacarla a bailar y
pensó: «voy acercándome a ella y le saco un tema de conversación con la cual
aprovecho para invitarla».
Intentando darme paso entre la muchedumbre, entre el bullicio trivial de la gente, cuando
iba llegando a su altura, apareció su
tía Rosa y se fueron cogida de la mano hacia la iglesia, al verlas entrar no
las perdí de vista y le seguía cada uno de sus pasos.
Sabiendo que había quedado viuda a mi padecer era el momento
de tener con ella una amistad más profunda. Me sentía atraído y me parecía un
amor imposible.
Como era el 31 de agosto y concluía mi estancia en el pueblo,
tenía que regresar.
Cuando me disponía a marcharme me encontré a mi amigo José
que hacía tiempo que no lo veía, me invitó a una copa y charlar, tanto es así
que llegamos hasta la madrugada.
Me pregunto por esa chica,
se refería a Flor y le conteste: «Hay cosas que tengo claras, el volver
al pueblo y encontrarme nuevamente con ella,
y expresarle mis sentimientos».
Texto de Carlota Sosa
Mariano debía regresar a las Islas este último día de
vacaciones, pero... y si cambiaba el billete de avión y retrasaba su viaje
hasta hablar con Flor. Tenía que saber si existía alguna posibilidad que ese affaire de juventud se convirtiera,
ahora, con el paso de los años, en un amor de otoño.
Pudo la cordura antes que la locura.
Aunque la vida es una aventura
pocos dejan lo conocido por una
quimera.
No tenía que perder, si así lo
hiciera
tal vez, ella le quisiera.
En el otoño de una vida
cuando ya el frío invierno comienza,
puede sentir tanto calor el corazón
como en la primavera.
Meditaba, pensaba, y sus dudas volvían. Cogió la maleta. Se
disponía a llamar a un taxi cuando el destino dispuso que se volvieran a
encontrar en el camino. Levantó la cabeza y ella estaba allí, esperándole.
Sus miradas se encontraron. Flor sacó unas hojas ajadas de su bolso y le dijo:
- Mariano, no podía dejarte ir sin
hablar contigo.
Con los ojos muy abiertos por la sorpresa Mariano le
respondió:
- Yo tenía que quedarme para decirte que has
despertado en mí recuerdos alegres de la juventud. Y quisiera… -Flor no
le dejó terminar…
-Siempre conserve tu poema. Me
servía de aliento cuando las cosas no iban tan bien como debían. Se,
intuitivamente, que podríamos, ahora, comenzar de nuevo. Nada ni nadie podría
impedirlo, pero… lo impide mi corazón… Una parte de él te reconoce, pero toda
una vida lejos de ti pesa mucho. Adoraba a mi esposo, el ser con quien compartí
mi vida. Sigo queriéndole. El siempre me amó. Mientras yo pensaba en ti, el me
acompañaba. Ahora, que no está físicamente presente, su amor permanece en mí.
Las lágrimas comenzaron a caer
por las mejillas de Flor. Mariano la abrazó y la comprendió.
- Escríbeme, de nuevo, otro
poema. -Continuó su amiga- Lo guardaré junto a mi corazón hasta que en mis
sueños no despierte y me reúna, otra vez, con mi amor. Bendiciones para ti y
los tuyos. Siempre fuiste, eres y serás mi poeta preferido. Siempre fuiste,
eres y serás mi poeta del amor.
Mariano fue el último en embarcar. Sin volar
estaba en las nubes de la ternura. Ya en el avión comenzó a escribir otro poema
para Flor.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario