domingo, 2 de octubre de 2016

AGOSTO (Relato encadenado de Francisco Murcia)

Relato encadenado de Francisco Murcia


"Un encuentro en el ocaso"

Mariano ha decidido pasar quince días en el pueblo, los últimos quince de agosto. ¿Cuántos años hace que no pasa un mes de agosto en el pueblo? Ya ni se acuerda. Pero recuerda nítidamente un agosto de hace 50 años, un lugar y una chica. En aquel momento, estaban en el corral y hacía mucho calor, ambos habían comenzado los estudios de bachillerato y seguramente algo relacionado con la tarea provocó este inusual encuentro. Eros comenzaba a llamar a su puerta tímidamente e hizo que los arroyos hormonales amenazaran con desbordarse y que sus ojos se cerraran ensoñadores. Había, justo al lado, un hormiguero, y en un intento de ganar prestigio ante ella, se arranca con unos versos sobre aquellas pequeñas, negras y hacendosas criaturas, una forma de mostrar el exiguo catálogo de los dones que la naturaleza se ha dignado depositar en él, y pensó, pobre de él, que si por lo guapo no podía ser, que fuera por lo listo. ¿Os lo podéis imaginar con una chica de quince a dieciséis años? ¿Alguien conoce a alguna mozuela que regale sus sonrisas a un intelectual en ciernes uno o dos  años mayor que ella? ¿Alguien ha oído a una chica de esa edad alabar la inteligencia de su novio ante sus amigas? Todos sabemos que cuando una chica, a esas edades, alaba la inteligencia de un chico, este chico no tiene nada qué hacer con ella, salvo que, además de inteligente, sea muy guapo. Pues bien, Mariano no disfrutaba de esas virtudes, así que nada tenía que hacer con aquella chica con la que se encontraba a solas en las horas de la siesta en un corral achicharrado por el sol.
 Ahora, cada vez que regresaba al pueblo, desde que veía los primeros perfiles de la iglesia, el edificio más alto, le venían a la memoria esos recuerdos. Con cincuenta años más y después de haber disfrutado de un matrimonio bien avenido durante la mayoría de esos años, recordaba con simpatía aquellos momentos. Ya había visto a esa chica, ahora una mujer casada y posteriormente viuda, que ocasionalmente coincidía con él durante las vacaciones; pero aparte de un hola o un adiós, no habían vuelto a cruzar palabra.
Se dispone a salir de casa y tres mujeres, de las cuales dos le resultaron caras conocidas aunque no recordaba el nombre, más su cuñada, se encuentran de frente. Mariano saluda educadamente a las dos que le resultan más conocidas y cuando saluda a la tercera, se queda mirándola  sorprendido, sabe que la conoce, pero no recuerda quién puede ser.
-Perdona –le dice- pero es que no termino de reconocerte. Sé que te conozco, y mucho, pero no acabo de relacionarte con las familias del pueblo.
-Yo soy Flor, la hija del herrero.
-Trágame tierra –pensó Mariano-. Entonces desfilaron por su mente todos aquellos momentos vividos como destellos de una esperanza que solo existió dentro de él, que nunca significaron nada para ella, pero sí para él, hasta el punto que le compuso unos pocos versos en los que imaginaba despertar de un sueño muy profundo, versos que entregó a la chica con el encargo de que los quemara si la respuesta no era positiva.
Nunca llegó a preguntarle si había cumplido el encargo. Sus vidas se separaron. Nunca volvieron a hablar más allá de cruzar un saludo tan educado como indiferente en dos o tres ocasiones en esos cincuenta años. Sin embargo, al escuchar ese nombre, Mariano reaccionó, repitió el beso en la mejilla, y sin recordarle esos versos de los que no estaba seguro que ella se acordara, envolvió sus educadas palabras en un manto de emociones que a ella no le pasó desapercibido. Dos agostos separados por cincuenta años, dos vidas que un día se cruzaron para seguir caminos divergentes y ya, en el ocaso, se volvieron a encontrar. ¿Será Mariano capaz de preguntarle por aquellos primeros versos?

Texto añadido por Emma Coello
Pero ella sí que lo había visto, cada vez que regresaba al pueblo y se encontraban accidentalmente su corazón se aceleraba locamente como cuando tenía quince años.
¿Es que acaso él no se acordaba -Se preguntaba ella- de sus largas y calurosas tardes en un corral destartalado pero que a ella siempre le pareció un palacio por la intimidad, sus confidencias, el sabe roce de sus manos que, tímidamente, y como al descuido, hacían que se prolongasen esos momentos que para ella eran los más importantes del día?

Como era posible, le decía su saludo frío y distante. Ella que durante todos estos años lo que la salvó de una vida insíida y la monotonía de un matrimonio aburrido y sedentario era soñar cada día con sus cartas, que las guardaba como su más preciado tesoro…

Texto añadido por Pilar Durán

…el amor. Dejarse arrastrar por las corrientes caprichosas del aire. Cabalgar mariposas, ligeros, sin carga que nos impida soñar. Si, es indispensable ser ligeros, de espíritu libre simplemente jóvenes de corazón.
¡El milagro del amor!
Pero sin lugar a dudas vivir va quitándole brillo a las ensoñaciones.
Dicen que la vida es la gran maestra, es cierto y hay que nacer muy espabilados para no sentir frustración por los resultados de nuestras incursiones de argonautas.
Vivir nos hace libres, también sufridores, cuando no recelosos y descreídos.
Pero solo en el pirdula  de nuestros jubileos somos capaces de recordar sin rencor, pasajes vividos. Hasta sentir algo de las emociones compartidas: el primer beso o el quincuagésimo, aunque de ninguna manera seamos tan generosos ni valientes como para arriesgar nuestra dulcedumbre actual por “amores humanos” perecederos… y aunque mis limitadas aseveraciones parezcan duras, en la intimidad, en nuestras bien defendidas cuevas tal vez seamos capaces de reconocer que algo de eso hay, no nacemos con los suficientes datos sino con las memorias, acertijos, incertidumbres y prejuicios de los que nos precedieron. Perpetuarlas o no es tarea nuestra. Resolverlas y vivir nuestra propia historia.

Texto añadido por Luisa Chico

Con todas estas reflexiones en la cabeza Mariano puso rumbo a la plaza. Hacía un calor infernal aquel año en su tierra y aunque por su cabeza rondó el deseo de finalizar pronto sus vacaciones para volver a las islas y a su clima privilegiado, el haber vuelto a encontrarse de nuevo con su amor de juventud, después de tanto camino recorrido por ambos, también le servía de estímulo para disfrutar intensamente su estancia en el pueblo. Aquella noche intentaría buscarla en la verbena y quién sabe si hasta se atrevería a sacarla a bailar.
Sentado en la calurosa terraza del único bar del pueblo, degustando una cerveza bien fría, siguió recordando aquellos primeros escarceos juveniles y las escasas veces que en los años siguientes había vuelto a coincidir con ella.
Por su cuñada Casilda, la esposa de su hermano Marcial, había sabido de su boda con Fermín, uno de los maestros destinados al pueblo, un gallego que, sin esperarlo, se vio en su momento destinado a aquel pueblo perdido en medio de ningún sitio, y de alguna forma lo envidió a pesar de que él también se había casado ya y partido hacia una nueva vida en Canarias. Siempre seguiría preguntándose qué habría pasado con aquellos versos que un día, enfebrecido por el deseo juvenil, le había entregado.
Durante largo rato permaneció sumergido en una especie de ensoñación del pasado que instaba fundirse con el presente. Los ojos de ella hacía un rato, al reconocerle, habían brillado intensamente y eso… no podía olvidarlo con facilidad. Deseó que las horas transcurriesen prestas para que la noche verbenera llegase por fin.
El anochecer le encontró recién duchado, bien vestido y con el corazón latiendo fuertemente en su pecho mientras paseaba indolentemente por las cercanías de la plaza donde sus vecinos comenzaban a congregarse. La música hacía rato que sonaba debatiéndose entre pasodobles y merengues poniendo alas a los pies de los rezagados por la cena familiar que solía celebrarse, en cada casa, en una noche de fiesta como aquella.
Se apoyó en el tronco de una acacia cercana al lugar donde ya algunos comenzaban a bailar, y encendió un cigarrillo que le calmase un poco antes de integrarse entre sus vecinos.
Desde allí la vio llegar a la plaza con sus primas. Desde donde él se encontraba intentando relajarse un poco tragó saliva a duras penas al observar como muchos pares de ojos masculinos se volvían hacia ella en cuanto hizo acto de presencia. Había enviudado hacía dos años y los hombres que permanecían libres por alguna circunstancia comenzaban a fijarse en ella. Sorprendido notó un ramalazo de celos correr por su interior y arrojó lejos la colilla encendida. Estuvo a punto de darse la vuelta y regresar a su casa pero… aquella mujer le atraía como un imán. Así que en lugar de hacer eso encaminó sus pasos yendo a su encuentro con toda la intención de saludarla e invitarla a bailar.

No es que él se considerase un bailarín experto pero sabía que se le daba bien y creía recordar que a ella le encantaba bailar. Deseó que ese gusto por el baile no hubiera sido mermado por el paso del tiempo…

Texto añadido por Teresa Terán

Mariano estaba abigarrado, pero fue tanta la emoción que sintió el volver a ver a Flor, la hija del  herrero, que le impulsaba a estar en el baile, se preparó  para la ocasión su mente estaba fijada de esos recuerdos vividos  que logro extender sus pensamientos intentando alcanzarla  e  intentando ser alcanzado.
Su mirada estaba perpleja y no sabía cómo sacarla a bailar y pensó: «voy acercándome a ella y le saco un tema de conversación con la cual aprovecho para invitarla».
Intentando darme paso entre la muchedumbre,  entre el bullicio trivial de la gente, cuando iba llegando a su altura,  apareció su tía Rosa y se fueron cogida de la mano hacia la iglesia, al verlas entrar no las perdí de vista y le seguía cada uno de sus pasos.
Sabiendo que había quedado viuda a mi padecer era el momento de tener con ella una amistad más profunda. Me sentía atraído y me parecía un amor imposible.
Como era el 31 de agosto y concluía mi estancia en el pueblo, tenía que regresar.
Cuando me disponía a marcharme me encontré a mi amigo José que hacía tiempo que no lo veía, me invitó a una copa y charlar, tanto es así que  llegamos hasta la madrugada.
Me pregunto por esa chica,  se refería a Flor y le conteste: «Hay cosas que tengo claras, el volver al  pueblo y encontrarme nuevamente con ella, y expresarle mis sentimientos».

Texto de Carlota Sosa

Mariano debía regresar a las Islas este último día de vacaciones, pero... y si cambiaba el billete de avión y retrasaba su viaje hasta hablar con Flor. Tenía que saber si existía alguna posibilidad que ese affaire de juventud se convirtiera, ahora, con el paso de los años, en un amor de otoño.
           
Pudo la cordura antes que la locura.
Aunque la vida es una aventura
pocos dejan lo conocido por una quimera.
No tenía que perder, si así lo hiciera
tal vez, ella le quisiera.
           
En el otoño de una vida
cuando ya el frío invierno comienza,
puede sentir tanto calor el corazón
como en la primavera.

Meditaba, pensaba, y sus dudas volvían. Cogió la maleta. Se disponía a llamar a un taxi cuando el destino dispuso que se volvieran a encontrar en el camino. Levantó la cabeza y ella estaba allí, esperándole.
Sus miradas se encontraron. Flor sacó unas hojas ajadas de su bolso y le dijo:
         - Mariano, no podía dejarte ir sin hablar contigo.
Con los ojos muy abiertos por la sorpresa Mariano le respondió:
- Yo tenía que quedarme para decirte que has despertado en mí recuerdos alegres de la juventud. Y quisiera… -Flor no le dejó terminar…
-Siempre conserve tu poema. Me servía de aliento cuando las cosas no iban tan bien como debían. Se, intuitivamente, que podríamos, ahora, comenzar de nuevo. Nada ni nadie podría impedirlo, pero… lo impide mi corazón… Una parte de él te reconoce, pero toda una vida lejos de ti pesa mucho. Adoraba a mi esposo, el ser con quien compartí mi vida. Sigo queriéndole. El siempre me amó. Mientras yo pensaba en ti, el me acompañaba. Ahora, que no está físicamente presente, su amor permanece en mí.
Las lágrimas comenzaron a caer por las mejillas de Flor. Mariano la abrazó y la comprendió.
- Escríbeme, de nuevo, otro poema. -Continuó su amiga- Lo guardaré junto a mi corazón hasta que en mis sueños no despierte y me reúna, otra vez, con mi amor. Bendiciones para ti y los tuyos. Siempre fuiste, eres y serás mi poeta preferido. Siempre fuiste, eres y serás mi poeta del amor.
Mariano fue el último en embarcar. Sin volar estaba en las nubes de la ternura. Ya en el avión comenzó a escribir otro poema para Flor.


FIN


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